La fila de mamás con sus hijitos en brazos, o de la mano, se alargaba saliendo por la puerta hasta la vereda. Las baldosas grises gastadas de tanto que las pisaron, los que fueron algún día azulejos blancos cuadrados, ahora rayados por el tiempo y los golpes que les dieron y que recubrían parte de las paredes y algunos mostradores, hacían que ni siquiera abrochando el blazer del uniforme de la escuela pudieras sentir un poquito de calor. Todo era demasiado frío.
De la mano de mamá esperábamos el momento de llegar al mostrador de las vacunaciones. En el otro lado, otra fila terminaba en una pequeña mesa sobre la que había una balanza para los bebés. Dos enfermeras con guardapolvos (casi como los que nosotras teníamos que llevar a la escuela, pero sin manchas de tinta y que parecían más amarillos que blancos) atendían a aquellas mamás. Una era bajita y un poquito gorda; esa medía y pesaba a los nenes; la otra anotaba los resultados en las cartillas con tapas de cartulina celeste y blanca.
-No llorés, no te van a hacer nada. Mirá: unas gotitas en un terroncito de azúcar, te lo ponen en la boca y ya nos vamos...
Pero el niño de aquella mamá había visto, como habíamos visto los que ya estábamos más cerca del mostrador, que las gotitas estaban en una jeringa, y no las ponían en la boca: pinchaban con la aguja en uno de los bracitos.
- ¡Mami! ¿Nos vamos ya...? - mi hermana pequeña estaba por empezar a llorar, como casi todos los que íbamos en la fila para vacunarnos.
Un grito tras un golpe seco que venía del otro lado, consiguió que se hiciera silencio en todo el lugar. Una enfermera con la cara colorada levantaba del suelo un bebé, y a su mamá, que era la que gritaba, la agarraba con fuerza la otra enfermera.
- No pasó nada, señora, no pasó nada... ¡tranquilícese!
De una puerta lateral salieron más personas con guardapolvos blancos y se llevaron a la mamá y al bebé, que no lloraba, parecía dormido...
La enfermera bajita y un poquito gorda no decía nada y seguía con la cara colorada. Se había quedado quieta y ahora venían a buscarla, pero no quería irse. Mientras tanto, llegó otra enfermera, una negrita con la cara muy seria, que siguió pesando y midiendo los bebés.
Nadie se acordaba de que hacía frío y tampoco los niños lloraban; de repente el tiempo se iba demasiado rápido. Nos vacunaron con la jeringa y volvimos a la escuela hasta la hora de salir. A la noche, cuando llegó papá, mamá le dijo que nosotras ya estábamos durmiendo. Mentira, pero ella no lo sabía, porque yo seguía despierta.
- A la enfermera se le resbaló el bebé cuando lo pesaba; se golpeó la cabecita contra el piso...
Trágica historia, Carmen... Muy bien la forma en la que logras mostrarnos cómo queda en la mente de un niño, y muy bien relatada a lo argentino.
ResponderEliminarCuando suba una nueva entrada, voy a darle una difusión a este espacio.
Te dejo un beso enorme.
Humberto.
El futuro, así como la mala suerte, casi siempre no depende de uno, sino de los demás.
ResponderEliminarMe dejaste pensando en cuantas cosas nos habremos quedando escuchando mientras pensaban que dormíamos.
ResponderEliminarUn abrazo!
Seu texto provoca boas reflexões...
ResponderEliminarUm abraço do Brasil!
Gracias a tí, Humberto. Aunque Argentina esté muy lejos en el espacio y en el tiempo, esas distancias no son nada en el camino de los recuerdos del corazón. Un abrazo y otro beso enorme para ti.
ResponderEliminarArturo, mi querido amigo, no sé de la buena o la mala suerte, no sé de dónde salen ni el porqué; pero sí sé que el futuro sí tiene mucho que ver con lo que cada uno realiza en cada momento, aunque también el contexto y "los demás" sean factores que influyen en ello. Un beso con todo mi cariño.
Cecy, muchas cosas, como también muchas hubieramos preferido no escuchar y haber estado durmiendo. Un abrazo muy fuerte.
Gracias Moisés Augusto. Me alegra verle por aquí. Un abrazo desde Galicia.